Comentario
La metalurgia ha sido considerada, a partir del siglo XIX y ya desde las primeras clasificaciones del sistema de las Tres Edades de Thomsen, uno de los hitos fundamentales para constatar el avance del progreso humano, basado en el desarrollo de la tecnología como forma más efectiva de dominar la naturaleza e instrumento de la cultura humana para afianzarse sobre la tierra y diferenciarse del resto de los seres vivos que no la poseen y que están regidos por la evolución biológica. Como tal hito, ha servido tradicionalmente para separar etapas del desarrollo humano, a las que se le ha asignado valores muy diferentes según la perspectiva teórica con que se haya abordado el estudio de la Historia, ya sea local, regional o mundial.
Desde una posición evolutiva unilineal, dependiendo de la evolución tecnológica, la metalurgia era una etapa intermedia que marcaba el tránsito entre la Prehistoria, con su vinculación a la tecnología de la piedra, y mayor dependencia de la naturaleza, y la Historia, propiamente dicha, donde el hombre, gracias a su organización como ser social, conseguiría superar esa dependencia a través de la civilización. Desde esta primera posición que igualaba evolución biológica a evolución cultural (tecnológica), siempre se ha identificado a la metalurgia, dividida en periodos, Edad del Bronce y del Hierro, con etapas cronológicas que continuaban en el tiempo, en una secuencia ineludible de evolución, a la Edad de la Piedra, dividida en Paleolítico y Neolítico.
Ese valor cronológico y periodos definidos de tiempo, hizo que se hiciera necesaria la parcelación de esos espacios temporales en estadios que, desde los primeros tiempos de Lubbock, fueron confirmándose a la luz de los hallazgos, excavaciones y organizaciones de museos o exposiciones temporales, por lo que la caracterización de los periodos o subperiodos fueron aceptándose en mayor o menor grado, con clasificaciones basadas en numeraciones, como las divisiones de Montelius del Neolítico, Bronce o Hierro, para Suecia o las posteriores del Hierro en Hallstat y La Tène, vigentes aún hoy en día.
Estas divisiones han seguido en general una tendencia cada vez más marcada a convertirse en divisiones trifásicas, en las que han predominado la plasmación de una imagen relacionada con el ciclo vital, en el que se enmarcan tres periodos básicos: formación, madurez y declive, que más pretende reflejar entes vivientes que simples periodizaciones para ordenar tiempo, tipología o tecnología. Estos entes vivientes no serían otros que la cultura, que ya había sido considerada como distintivo del hombre, de forma que se ha ido deslizando un transfundo cultural general en las sucesivas periodizaciones, aunque dentro de esos periodos veamos surgir y proliferar un sinnúmero de culturas, con una definición pretendidamente geográfica, pero que en realidad sólo muestran un contenido tipológico de clasificación de la cultura material con criterios subjetivos, relacionada con un contenido ideológico basado en modelos evolucionistas unilineales en los que la evolución de la tecnología en sus múltiples facetas seguía marcando la idea de progreso en un solo sentido del camino de la humanidad sobre la tierra.
Con las obras de V. Gordon Childe esas periodizaciones sufren un importante y significativo cambio, dándoseles un contenido mucho más ajustado al tipo de registro que representaban, es decir, se convierten en un conjunto de rasgos materiales que se agrupan definiendo lo que él llama culturas arqueológicas que, aunque representen en cierta forma tradiciones sociales comunes, solo pueden tomarse en el nivel de la esfera material de la cultura y, por tanto, servirán para clasificar conjuntos arqueológicos. Pero esas culturas arqueológicas, definidas por el uso del fósil-guia o artefacto prototípico, tienen una unidad formal, no cronológica o geográfica, de forma que las culturas habrán de definirse de forma temporal y espacial, a través del registro arqueológico. Esto significaba el abandono del esquema de las Edades como base de la clasificación cultural y que la tecnología, base de las clasificaciones de Thomsen, fuera el único sostén del desarrollo cultural.
Las semejanzas de la cultura material implicaban que un pueblo compartía una forma de vida común, con una economía y unas relaciones sociales bien definidas, conviniendo el criterio tecnológico en un marco de desarrollo socioeconómico, intentando inicialmente conciliar los esquemas de evolución social, basada en la etnología de Morgan (salvajismo, barbarie, civilización) con el esquema de las Tres Edades, para llegar a admitir más tarde una mayor variedad en los sistemas socioeconómicos que los basados en la tecnología. No hay duda que Childe introduce, con su concepto de cultura, una dimensión económica y social en los estudios sobre Prehistoria, basados en los restos arqueológicos.
Sin embargo, el sistema de las Tres Edades ha seguido siendo, para un amplio sector de los prehistoriadores, un punto de referencia para los estudios de la evolución socioeconómica de la historia del mundo, reflejando el proceso del progreso humano a base del avance continuo de la tecnología y con una más ajustada cronología, donde el uso cada vez más extendido de las dataciones radiocarbónicas ocupa un puesto destacado. Es en este marco en el que una discusión, que afecta directamente a este momento cronológico, ha centrado buena parte de las investigaciones de lo que podría denominarse como tradición disciplinar. En ella, la aparición de la metalurgia supone un importante hecho en el doble sentido apuntado. Por un lado, ¿cuándo y dónde comienza la metalurgia? y ¿qué carácter tuvo esa primera metalurgia? La evidencia de que inicialmente no se trata de verdadero bronce, aleación de cobre y estaño, sino de cobre llevo al establecimiento de un periodo previo a la Edad del Bronce, dando lugar a que se incluya en las periodizaciones una etapa intermedia entre el Neolítico y la Edad del Bronce, denominada Edad del Cobre, Calcolítico o Eneolítico, con valor cronológico y tecnológico.
Por otro lado, se pretende evaluar el alcance que para la cultura, en general, tuvo la aparición y extensión de la metalurgia y, en especial, qué repercusión tiene este avance tecnológico en la economía y en la estructura social. Como parece lógico, para las posturas que defienden una primacía de lo tecnológico en la economía, la metalurgia significa un cambio casi revolucionario que implicará un vuelco en toda la economía, convirtiéndose en el motor del cambio cultural.
Otra postura, minoritaria, se centró en la consideración de la metalurgia como un aspecto más de la economía, con un papel limitado, sobre todo en un principio, y repercusión sólo a largo plazo, dentro del proceso global de cambio socioeconómico, según señala Sherratt. Para esta segunda postura, lo primordial es la definición de los procesos sociales y económicos, por encima de los aspectos tipológicos y cronológicos, o lo que sería lo mismo, la sustitución de una concepción normativa de la cultura, basada en que todos los miembros de un grupo social dado comportan una misma conducta (expresada en arqueología por la aparición de unos mismos objetos que poseen el mismo valor de representación de las ideas de los que los fabrican o usan) por una concepción integrada de la cultura, en la que todos los elementos de la misma están interrelacionados, y adquieren su significación según la manera en que están organizados, como indica Clark.
Desde esta concepción, lo que interesa saber es si una sociedad dada tiene condiciones sociales y técnicas para desarrollar o aceptar la metalurgia y qué papel jugará ésta en los procesos que actúan dentro de la propia sociedad. Se abandona la idea de la vinculación entre metalurgia y las condiciones que la hicieron posible: acumulación de capital, especialización artesanal a tiempo completo y papel determinante del comercio, y a la vez, entre el cambio tecnológico y el cambio cultural.
Es desde la perspectiva de una concepción integrada de la cultura y una visión materialista, desde donde pretendemos escribir estas páginas en las que la estructura, el desarrollo de las sociedades y la desigualdad social sean el verdadero objetivo, dejando la cronología, la tecnología y la tipología subordinadas teóricamente a la estructura y desarrollo social. Pretendemos, pues, reflejar más en estos capítulos una Prehistoria que se base en el registro de variables que hagan referencia a la complejidad social y su origen y no una síntesis de rasgos culturales. Pero esto tropieza con diversos obstáculos, a veces difíciles de salvar. En primer lugar, no es ésta una orientación mayoritaria en las síntesis sobre Prehistoria, ni universal ni europeas o de cualquier otra zona del mundo, por lo que no contaremos con una base empírica de apoyo muy amplia, sobre todo que reflejen aquellas variables sobre las que poder evaluar la estructura, evolución y complejidad social de las poblaciones prehistóricas. No obstante, y a riesgo de ofrecer una visión desigual en lo espacial y temporal, es ésta una opción que nos parece obligatoria para un trabajo de síntesis que pretenda adscribirse a esta línea teórico-metodológica.
En segundo lugar, nos obliga a escoger unos criterios de delimitación temporal que no atiendan a factores tradicionales, como los tecnológicos o tipológicos, sino a aquellos que reflejen mejor la evolución de las sociedades que, como es evidente, resultan muy heterogéneos temporalmente o imposible de generalizar y sincronizar en la amplitud de una Prehistoria del Viejo Mundo. En este sentido, el tercer obstáculo lo constituye la escala espacial de aplicación de los criterios a utilizar y su extensión a toda la amplitud requerida, ya que resulta conocido que los ritmos y sentido de la evolución social han sido multilineales y, por tanto, imposibles de unificar en una sola síntesis de estas características, puesto que los distintos procesos sociales que afectaron a diferentes zonas de Europa, del Mediterráneo, Próximo o Lejano Oriente o del continente africano son propios de cada área y la escala de análisis habría de ser local y regional en primer lugar.
Por ello, en la escala espacial la prehistoria reciente europea será el ámbito de referencia continuo para la caracterización de la evolución social, aunque trataremos de trascender en lo posible ese marco, tratando de huir de un europeocentrismo que caracteriza a muchos de los estudios prehistóricos existentes. Por otro lado, el marco de referencia temporal está también determinado por la cronología de la propia prehistoria europea y los procesos de desarrollo social que en ella han podido determinarse. De esta manera, el cuadro tradicional de la Edad del Bronce, incluyendo el Calcolítico, como periodo inicial, abarcará el final del cuarto milenio a.C., el tercero y el segundo, quedando aquí reflejado en su sentido de desarrollo económico y evolución social, donde la metalurgia jugará un papel menos destacado.
Ésta se halla siempre en función de otros aspectos y, por tanto, no será su aparición y extensión el criterio que determine el comienzo de este periodo, destacándose una serie de cambios que afectan más a la base subsistencial de la sociedad y a los niveles de organización de la misma, siguiendo un esquema general utilizado en algunos otros textos como el de prehistoria europea de T. Champion y cols., 1984, en el que se priman esos aspectos, creándose dos subdivisiones, una referida a procesos de intensificación y extensión de economías agropecuarias a todo el continente europeo y la serie de consecuencias diferenciales que ello determina en el patrón de asentamiento, estructuras sociales e ideología. Esta etapa se inscribe en unas coordenadas temporales en la que se produce, según los esquemas tecnológicos, la decisiva extensión del uso de la metalurgia y sus productos a casi todo el continente e islas, pero en la que aparecen otra serie de cambios en las estructuras sociales que son visibles en el registro arqueológico. Esta fase coincidiría con una periodización, en términos crono-tecnológicos, del Neolítico Final-Edad del Cobre.
A ella seguiría otra nueva etapa que abarca el final del tercer milenio y todo el segundo a.C., época en la que se observa una tendencia acusada al aumento de la complejidad social y de la jerarquización en amplias zonas de Europa que, incluso dentro del segundo milenio, cristaliza en la aparición de los primeros Estados en el Egeo, paralelos a los que ya se registraban en Asia y Africa a lo largo del tercer milenio y, en parte, contemporáneos a los que pueden observarse en el valle del Indo o en China, y muy anteriores a las organizaciones estatales del periodo clásico de Mesoamérica o de algunas regiones del área andina, que se desarrollan en el primer milenio de nuestra era. Esta etapa se ha caracterizado tecnológicamente por la generalización de la utilización del auténtico bronce en buena parte de Europa, aunque para entonces ya en el Próximo Oriente se conoce el hierro, que se generaliza en este segundo milenio. La periodización clásica, basada sobre todo en la tipología de los productos metálicos, la divide en Edad del Bronce Antiguo, Medio y Final que, iniciándose en los últimos siglos del tercer milenio, se prolonga a los primeros del primer milenio a.C.